La Santa Faz

(del retablo mayor de la iglesia del convento de Santo Domingo el Antiguo, Toledo), 1577-80

Domenicos Theotocopoulos, El Greco

Óleo sobre tabla: 76 x 55 cm, tarja con esculturas de madera exentas: 130 x 170 cm

Colección particular

Obra comentada por:

María Bolaños

Directora del Museo Nacional de Escultura, Valladolid

La Santa Faz (del retablo mayor de la iglesia, convento de Santo Domingo el Antiguo, Toledo)

Obra comentada por María Bolaños

Conocer el verdadero rostro de Dios fue una de las obsesiones del cristianismo, un asunto de trascendencia filosófica, aunque, a la vez, problemática, pues violaba la prohibición judaica de fabricar imágenes de la divinidad. Sin embargo, desde la Antigüedad tardía empezaron a circular imágenes consideradas “auténticas”, porque probaban la corporeidad del Hijo, su condición terrenal.

Según la tradición, el rostro de Jesús se había conservado porque una mujer, Verónica, en el Calvario se acercó a él y limpió con su velo la sangre de su cara. Pronto se reconoció en esa mancha una fisionomía: la Santa Faz. Este velo será una de esas imágenes llamadas acheiropoietai, es decir, “no hechas por mano humana”, una reliquia obtenida por contacto. En realidad, Verónica no es un nombre femenino, sino la fusión de dos palabras, vera ikon, es decir, “imagen verdadera”. Este prodigio es el que El Greco, pintor de iconos en su juventud, evoca aquí.

La Santa Faz

(del retablo mayor de la iglesia del convento de Santo Domingo el Antiguo, Toledo), 1577-80

Domenicos Theotocopoulos, El Greco

Obra comentada por María Bolaños

Conocer el verdadero rostro de Dios fue una de las obsesiones del cristianismo, un asunto de trascendencia filosófica, aunque, a la vez, problemática, pues violaba la prohibición judaica de fabricar imágenes de la divinidad. Sin embargo, desde la Antigüedad tardía empezaron a circular imágenes consideradas “auténticas”, porque probaban la corporeidad del Hijo, su condición terrenal.

Según la tradición, el rostro de Jesús se había conservado porque una mujer, Verónica, en el Calvario se acercó a él y limpió con su velo la sangre de su cara. Pronto se reconoció en esa mancha una fisionomía: la Santa Faz. Este velo será una de esas imágenes llamadas acheiropoietai, es decir, “no hechas por mano humana”, una reliquia obtenida por contacto. En realidad, Verónica no es un nombre femenino, sino la fusión de dos palabras, vera ikon, es decir, “imagen verdadera”. Este prodigio es el que El Greco, pintor de iconos en su juventud, evoca aquí.

La efigie de Cristo es, en nuestra cultura, un retrato fundador, el Rostro de los Rostros. Un signo invariable y universal repetido a través de siglos y océanos, en los grandes maestros del arte, en humildes estatuas de iglesias, en estampas populares, en el kitsch religioso y en las películas de Hollywood o de Carl Theodor Dreyer y Pier Paolo Pasolini. Un verdadero arquetipo: un hombre de edad madura, de rasgos semitas y facciones regulares, barbado y con el cabello partido en dos para realzar la dignidad de su frente, de mirada espiritual e insistente.

Pero volvamos a nuestro retrato. El espíritu manierista del Greco no podía más que sentirse atraído por esta ficción, que juega en el límite de la incertidumbre; que se mueve entre el cielo y la tierra. Este retrato es, por un lado, la obra de un renacentista culto: una celebración mundana de la capacidad ilusionista del arte, del dominio de la técnica de la semejanza; en suma, una conquista del humanismo idealista de su tiempo. La leve asimetría de las dos partes del rostro, los detalles diferenciados de ambos ojos, el trabajo del volumen y del color indican que el retrato bien pudo ser el fruto de un estudio de taller a partir de un modelo real. Recrea, podría decirse, un “yo” moderno —ese mismo “yo” que Alberto Durero, en 1500, ensalzaba con narcisismo indisimulado al pintarse a sí mismo como Cristo, el Creador—.

Pero El Greco contradice ese naturalismo al recordar lo que hay de huella, de vestigio, y también de “ausencia” en esa cabeza, que, reducida a deslumbrantes plomos y blancos, emerge sobre el fondo, ingrávida y desentendida de su cuerpo, en medio de una negrura ilocalizable, hierática y frontal, como esas máscaras de los reyes micénicos, obtenidas también por contacto al fijar sobre el rostro una delgada lámina de oro. Desde esta perspectiva, lo que El Greco pinta no es un retrato, sino un objeto, una cosa inerte, una rareza refinada: un simple pañuelo de un blanco refulgente, recogido con nudos. Es decir, una “naturaleza muerta”.

Típicos retratos

Una historia del rostro en quince representaciones