El hecho de que la mayor parte del arte moderno y contemporáneo sea un arte producido con la intención de que termine en el museo nos resulta tan natural que apenas podemos pensar en la relación entre museo y artista de otra manera que no sea como en una especie de simbiosis productiva. Asumimos que el artista crea y que el museo preserva lo creado, y no se nos ocurre considerar que la relación entre ambos pueda establecerse en términos menos amables, pero más reales, como la agresión, el rechazo o el parasitismo mutuo.
El caso es que los museos modernos están llenos, sobre todo, del arte que los artistas han realizado contra el museo, porque la dialéctica entre el museo como institución y el artista como individuo pertenece a la lógica intrínseca del desarrollo del arte desde los inicios de la era moderna. Y es que si la obligación que los movimientos de vanguardia del siglo xx se impusieron a sí mismos fue la de crear algo nuevo, es obvio que debieron empezar (y así lo hicieron, con mayor o menor energía) por denunciar vigorosamente el pasado y reclamar la necesidad de desprenderse de él. Esa oposición al arte anterior tuvo como efecto primordial el enfrentamiento del artista, que venía del futuro, con el espacio institucional encargado de preservar el pasado, es decir, el museo. Y por eso la historia del arte puede contarse como la historia de los encuentros y desencuentros que se han producido entre los artistas y el museo, un juego ambiguo y complejo en el que los ganadores y los perdedores se han intercambiado los papeles continuamente.
Los irascibles : pintores contra el museo (Nueva York, 1950) se ocupa de uno de los episodios más relevantes de esa historia, uno, además, del que se conserva un documento tan preciso como es una fotografía. A finales de 1950, la fotógrafa de origen ruso Nina Leen tomó para la revista Life una instantánea que acabaría convirtiéndose en el retrato extraoficial de los pintores a los que después se conocería como la Escuela de Nueva York. En ella aparecen William Baziotes, James Brooks, Willem de Kooning, Jimmy Ernst, Adolph Gottlieb, Robert Motherwell, Barnett Newman, Jackson Pollock, Richard Pousette-Dart, Ad Reinhardt, Mark Rothko, Theodoros Stamos, Hedda Sterne, Clyfford Still y Bradley Walker Tomlin. Todos ellos, junto a Fritz Bultman, Hans Hofmann y Weldon Kees, que no pudieron acudir a aquella cita, suman los dieciocho pintores que protestaron aquel año contra el jurado del certamen American Painting Today: 1950 [Pintura estadounidense actual: 1950], una exposición organizada por el Metropolitan Museum of Art. La indignación del grupo de artistas se debía a que, en su opinión, el jurado de aquella exposición era reacio al arte que se estaba produciendo entonces en Estados Unidos, es decir, al arte que realizaban todos ellos. Por eso, capitaneados por Gottlieb, decidieron enviar una carta abierta al presidente del Metropolitan, Roland R. Redmond, firmada por los pintores, además de por otros tantos escultores que apoyaron la causa. Los editores de Life quisieron que la revista se hiciera eco de la polémica y encargaron la fotografía, que se publicó el 15 de enero de 1951 con el titular "Irascible Group of Advanced Artists Led Fight Against Show" [Una facción irascible de artistas avanzados ha liderado la lucha contra una exposición]. Y desde entonces, la imagen se ha convertido en un icono.
La fotografía de Nina Leen no es un documento aislado: es un fotograma de un plano secuencia más amplio, el de la lógica de la relación dialéctica del artista moderno y contemporáneo con el museo. Una mirada apresurada a la historia del arte moderno –con su sucesión de salonniers y rechazados– podría llevarnos a tomar por una anécdota periodística lo que realmente es un caso muy ejemplar de la mecánica institucional del arte moderno desde las vanguardias históricas, cogida in fraganti en uno de los momentos más llamativos de esos enfrentamientos contra lo establecido. Los irascibles eran muy conscientes de lo que defendían –lo nuevo– y de que sus reivindicaciones tendrían un efecto futuro en la manera de entender el arte de su tiempo y, por ende, también del arte que vendría después. Un efecto que –en una paradoja solo aparente– si está vivo desde entonces es también por la incontestable presencia de sus obras en el mismo museo que una vez los rechazó.
Fundación Juan March