"Podríamos considerar el pasado siglo XX como el período histórico en el que, por diversas razones, el mundo occidental se abrió a la estetificación de todo tipo de sonidos y, con ello, a otros tipos de escucha. Sus orígenes no solo se encuentran en el empleo del ruido de la máquina por parte del futurismo, sino que, en un proceso que comienza en los últimos decenios del siglo xix, se hallan también en la expansión de los instrumentos de percusión no afinados, en la salida del poema de la página impresa (una fuente de posibilidades nuevas) o en la experiencia sinestésica. Junto a ello, conviene recordar el surgimiento de nuevas herramientas tecnológicas que descubrieron inesperadas opciones, pues, como señaló el compositor e investigador R. Murray Schafer, «los tres mecanismos sonoros más innovadores de la revolución eléctrica fueron el teléfono, el fonógrafo y la radio. Con el teléfono y la radio, el sonido no estuvo por más tiempo atado al punto que inicialmente ocupaba en el espacio; con el fonógrafo, fue liberado de su posición en el tiempo».
Durante la década de 1980, los usos artísticos del sonido por parte de videoartistas, poetas experimentales, performers, compositores y artistas visuales empezaron a etiquetarse bajo el término sound art; en Alemania se desarrollarían bajo el apelativo Klangkunst. Pero conviene señalar que otras iniciativas comenzaron bastante antes: en el cine experimental, en la otra escucha planteada por Cage, en la práctica del intermedia dentro y fuera de Fluxus, en aquello que se ha dado en llamar «otros comportamientos artísticos», y en la expansión de diferentes disciplinas artísticas que tomaron el sonido como material expresivo. Cabe recordar el nacimiento de la música concreta a finales de los años cuarenta, en donde el trabajo con todo tipo de sonidos del entorno, no necesariamente musicales, abrió inauditos horizontes estéticos. La música electroacústica, que sucede a aquella, propició un ámbito de fecunda influencia para el arte sonoro. También en los años cincuenta surgió la poesía sonora, y en la década posterior comenzaron a realizarse las primeras instalaciones sonoras. En este rápido recorrido se puede asimismo señalar la «ecología sonora», dominio que apareció en los setenta en un esfuerzo por categorizar, no solo artísticamente, el entorno acústico, y del que nacería el rico universo del paisaje sonoro y, con posterioridad, la fonografía. Desde sus orígenes en los años cincuenta, la radio como medio no solo se comprometió en la difusión de muchas de esas experiencias, sino que incorporó nuevos géneros artísticos dentro del llamado arte radiofónico o radioarte.
Todo ello se produjo gracias a las nuevas tecnologías electrónicas que fueron apareciendo en la segunda mitad del siglo pasado, desde el magnetófono de cinta hasta los ordenadores, del universo analógico al digital, recursos que permitieron una experimentación que vio palidecer su prestigio a partir de los años ochenta.
Yendo más allá de una formulación historicista ya superada, que entendería por arte sonoro el realizado por artistas visuales, en particular, o por «no músicos», en general, incluiríamos en esta categoría todas las obras en las que el sonido se organiza con criterios artísticos. Cabe inmediatamente añadir que existen diferentes maneras de organizar con intención artística el sonido en el tiempo y en el espacio, y que algunas de ellas son musicales y otras, no. O dicho de otro modo: la música suele tener unos criterios e intenciones diferentes de los exhibidos, por lo general, en la poesía sonora, la instalación, la performance o el arte radiofónico a la hora de organizar el material sonoro. En las instalaciones o las performances, deberíamos considerar criterios escénicos, plásticos o espaciales. En el arte radiofónico añadiríamos la música a la narrativa y al teatro como posibles disciplinas artísticas de referencia, pero también a recursos procedentes del propio lenguaje del medio. Es, pues, el arte sonoro un arte claramente híbrido, nacido en la intersección, y no puede extrañar, por tanto, que sus autores pertenezcan al mundo de las letras, del arte visual, del cine, al tecnológico, al periodístico, al musical, al escénico, a varios de ellos a la vez o a campos situados «entre sillas», como la poesía experimental, el arte de acción o las prácticas intermedia."
"El sonido acompaña al arte con menor o mayor cercanía desde su inicio, aunque, si cabe, con más intensidad e insistencia a partir del siglo xix e inicios del xx. Por citar tan solo algunos de los posibles recorridos, influencias o transmisiones entre el sonido y el arte, podríamos encontrar este reparto, violentamente presente, en el futurismo (con la incorporación del ruido urbano o el despliegue de las onomatopeyas); en las prácticas del dadaísmo, llevadas a cabo por sus «hacedores de ruido» (transformación y relectura del lenguaje mediante imágenes sonoras de connotaciones mágicas); en el surrealismo (sonido evocado pero también expuesto, como en el ambiente desquiciado de la Exposición Internacional del Surrealismo de 1938); en el neoclasicismo (con la colaboración escénica y la influencia entre compositores y artistas), o en el expresionismo abstracto (y el concepto de vibración del color, intercambio, misión e imbricación entre las dos estéticas, la pictórica y la musical).
Sin embargo, es en el contexto de la desarticulación de las nociones de compositor, artista, oyente o público, iniciada en la década de los años cincuenta, cuando comienza a deslegitimarse en la teoría y en la práctica la separación tradicional de los registros sensibles, el visual y el sonoro. Algunos artistas, envueltos en esta Stimmung, cuestionaron durante la década de los años sesenta el estatus de obra (y con ella su forma estable), así como la especificidad del medio. Las categorías artísticas tradicionales (las artes plásticas y escénicas o la propia música) se mezclaron y complicaron, entre ellas y unas con otras. Precisamente, la música concluye en esta década un largo proceso que la desvincula de sus parámetros notacionales y la lleva, de una manera irreversible, a rebasar su lenguaje codificado. Que el sonido se afirmara en su materialidad constituyó, sin duda, un punto de inflexión. ¿Sería este quizá el comienzo del arte sonoro?
Como se sabe, el nombre «arte sonoro», entendido como una categoría, no aparece hasta la década de 1980. Su aceptación y recepción para la historia del arte fue del todo complicada: la arquitectura de los museos y las salas (poco amable para las características de la propagación del sonido); una definición acumulativa (que agrupa sucesivamente la instalación sonora, la escultura interactiva, la poesía experimental, la fonografía, etc.); la escasa conformidad de los artistas con el término (aunque comparte esta falta de reconocimiento con la historia de las categorías del arte reciente; el minimalismo sería un claro ejemplo); la confusión con la música (ya sea en sus derivas electroacústicas o experimentales) y, por último, el que quizá sea el factor más determinante en nuestra narración, el privilegio teórico de la mirada en nuestra cultura en general y en la disciplina en particular. Todos estos factores propiciaron una recepción confusa del arte sonoro, que arrastraría consigo los efectos permanentes de una cierta sordera estética.
Como toda categoría artística leída desde un punto de vista historiográfico simple, narrada mediante la sucesión de hitos, artistas fetiche y terrenos teóricos inamovibles o prefigurados, el arte sonoro ha encontrado y encontrará siempre un enfrentamiento ditransrecto con su definición. Sus objetivos académicos, expositivos o comerciales persiguen y pretenden un origen, inexistente por otra parte, que nos permita justificar de una manera lo más clara posible qué es el arte sonoro. Además, si las definiciones basadas en el uso del sonido no nos proporcionan una delimitación justa del término, otra estrategia, que consistiría en invalidar la singularidad de la historia del arte sonoro mediante la identificación con la música, encuentra graves inconvenientes. Alejados ya de una historia fundamentada en categorías, cuando pretendemos pensar el arte sonoro desde algunas de las obras que surgieron en la década de los años sesenta, como Box with the Sound of its Own Making (1961) de Robert Morris, la instalación Spaces (1969) de Michael Asher o la primera acción Listen (1966) de Max Neuhaus, por citar tan solo tres ejemplos, nuestro léxico musical o plástico se convierte, antes que en una herramienta, en un claro inconveniente. No nos es posible dar cuenta de la singularidad y especificidad de estas obras desde un pensamiento musical o una estética de las artes visuales. Si la música se da espacialmente (un espacio no cartesiano, esto es, un espacio implicado con el tiempo, un espacio-tiempo), el sonido en el contexto artístico puede, además, revelar y reformular el espacio sin la imposición de un discurso espacializado (el caso, quizá, de la difusión electroacústica) o, por el contrario, puede enfrentarnos a la ideología oculta, aunque determinante, de la arquitectura (algo impensable en el ámbito musical).
En el comienzo de este texto, no ha sido mencionado el sonido en el ámbito del arte conceptual y de los conceptualismos (fuera y dentro del entorno español). En la década de los años setenta, el sonido se relacionó con las prácticas artísticas de una manera singular, vinculándose con la estética y la política. La insistencia en el proceso, el cuestionamiento de la percepción monosensorial, el concepto de la forma artística en continua «formación» y la exploración de otros registros sensibles, diferentes al de la mirada, permitieron que el sonido fuera un medio estético más para el arte. Quizá una reconsideración del arte sonoro, alejada de toda noción de progreso estético o artístico, suponga retomar el sonido (y la presencia sonora) en el arte conceptual, y preguntarnos, acaso, si un arte sonoro posible ya tuvo lugar.
No se trataría, por tanto, de dar una definición del término «arte sonoro» para categorizarlo o delimitarlo, sino de intentar pensar el sonido, de manera inédita, desde un ámbito que se encuentre alejado del privilegio de uno de los registros sensibles (ya sea el del oído o el de la mirada). Las preguntas que nos quedan por reconsiderar no parecen ser cronológicas, más bien se relacionan con el tipo de lugar que se abre con la escucha; con las formas en las que el sonido resuena en el espacio (y remite, a su vez, en nuestros cuerpos); con la posibilidad de deslizarse desde una fenomenología de la percepción (de la mera constatación, interactiva o no, de las propiedades acústicas del sonido) a una fenomenología de lo sensible, o, al fin, con el concepto de escucha que estaría en juego cuando se pretende dar cuenta del sonido en el arte."
Textos publicados en el catálogo Escuchar con los ojos. Arte sonoro en España, 1961-2016. Eds. José Iges, José Luis Maire y Manuel Fontán del Junco. Fundación Juan March, octubre de 2016. pp. 26-29