El empeño de lo breve: teatro musical de cámara
Ensayos de teatro musical español
Elena Torres ClementeAun a riesgo de generalizar en exceso, podríamos definir la historia de la ópera romántica como una estimulante carrera hacia la expansión; una expansión que se cifra en la abundancia de personajes, la existencia de orquestas imposibles y una duración tal que desafía la naturaleza humana. Es inevitable pensar en la célebre tetralogía wagneriana, con sus casi quince horas de duración, pero también en la zarzuela de Ruperto Chapí, Curro Vargas, cuyo estreno alcanzó las cinco horas, de modo que se prolongó hasta las dos de la madrugada.
Esta tendencia se truncó durante la segunda década del siglo XX, debido a la confluencia de diversos factores. De un lado, las circunstancias políticas, sociales y económicas derivadas de la Gran Guerra hacían inviables estos espectáculos. De otro lado, el arte de vanguardia –recordemos, un arte de minorías, basado en la ruptura y la transgresión– se posicionó estéticamente frente a dichos excesos románticos. Como resultado, asistimos al auge de la miniatura, al florecimiento de las grandes obras en pequeño formato, en las que se inscribe el teatro musical de cámara.
Esta corriente internacional encontró un buen caldo de cultivo en la escena española, pues –como ha señalado el profesor Huerta Calvo–, desde sus orígenes, el genio teatral español ha tendido a expresarse con particular fortuna a través de las formas breves. Dada esa inclinación hacia los mal llamados "géneros menores", resulta fácil entender por qué a partir de 1910, cuando los artistas españoles se afanaban en la búsqueda de un teatro musical "serio", estético y renovador, apostaran igualmente por formatos reducidos. El resultado fue la creación de un importante corpus de obras híbridas, en el que se combinan en dosis desigual la música, la danza y la acción teatral, y en el que las fronteras de los géneros tradicionales se sitúan al borde del desmoronamiento.
El hibridismo como expresión artística
En este contexto, literatos, artistas plásticos y compositores concibieron algunas propuestas que escapan a cualquier molde preestablecido. Es el caso de El amor brujo, de 1915, una obra en la que confluyen algunas de las figuras más sobresalientes de la escena madrileña: María Lejárraga (quien concibió el argumento), Manuel de Falla (responsable de la música), el pintor canario Néstor Fernández de la Torre (autor de la escenografía) y Gregorio Martínez Sierra (como empresario y director teatral).
El espectáculo, que apenas alcanza los cuarenta minutos de duración, incluye una novedosa combinación de danzas, canciones, recitados y juego pantomímico que los autores, ante la ausencia de precedentes, dieron en llamar "gitanería". Todo parecía creado expresamente para el lucimiento de las cualidades artísticas de la bailaora Pastora Imperio; pero más allá de ese intento por captar "el alma de la raza gitana", la obra, al menos en su conjunto, acabó siendo una auténtica metáfora de la modernidad.
Otro ejemplo de experiencia vanguardista al margen de las categorías establecidas sería la Linterna mágica, un espectáculo mixto estrenado en 1921 en el seno del Teatro de Arte de los Martínez Sierra, en el que se sucedieron danzas al estilo de los Ballets Russes, cuadros plásticos, coros y piececitas dramáticas entroncadas con la comedia lírica popular, todo ello acompañado con la proyección de imágenes a través del aparato que antecedió al cinematógrafo, al son de la música de Scarlatti, Mozart, Chopin, Schubert y alguna que otra pieza popular.
Músicas para un teatro en silencio
En esa búsqueda de la renovación se recuperaron formas teatrales poco transitadas en España, como la pantomima, capaz de modificar de raíz los planteamientos dramático-musicales estandarizados en el repertorio lírico. En la pantomima, la música se convirtió en puro movimiento teatral, pues –ante la eliminación del texto– todo debía expresarse a través de un doble código: la corporalidad del actor y la gestualidad de la música.
Una vez más, la iniciativa partió del tándem formado por María Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra, quienes allá por 1916, coincidiendo con los primeros pasos de su Teatro de Arte, programaron un ciclo de pantomimas que se concretó en el estreno de tres obras clave. La primera fue El sapo enamorado, un cuento de hadas que se inscribe en la línea modernista del drama de animales, con argumento de Tomás Borrás, música de Pablo Luna y escenografía de José Zamora. La segunda obra fue Navidad, una pantomima mística de denuncia social realizada por María Lejárraga y Joaquín Turina. Por último, ya en 1917, se llevó a escena El corregidor y la molinera, una farsa mímica en la que coinciden nuevamente María Lejárraga y Manuel de Falla, secundados en esta ocasión por Amorós y Blancas (autor de los decorados) y Rafael de Penagos (responsable de los figurines).
Las tres obras inyectaron savia nueva a un tejido escénico que se antojaba envejecido y convencional; y a ellas se sumaron pronto otros ballets que entroncan con el drama silente, concebidos en un acto y con reducida plantilla orquestal. Es el caso del ballet-pantomima Juerga (1921), de Tomás Borrás y Julián Bautista, estrenado en París por la compañía de Antonia Mercé La Argentina, con decorados de Manuel Fontanals; o de La romería de los cornudos, nuevo proyecto de ballet-pantomima que cristaliza en 1927, y en el que se dan la mano algunos de los artistas imprescindibles de esa revolución teatral, entre ellos Cipriano de Rivas Cherif y Federico García Lorca, autores de un libreto ritual y simbólico, a medio camino entre lo cristiano y lo pagano, y Gustavo Pittaluga, en cuya música, de fuerte tono burlesco, se adivina la indiscutible sombra de Stravinsky.
Las marionetas, del teatro popular a la escena de vanguardia
El magnetismo hacia la expresión popular, la inclinación hacia el mundo infantil y la tendencia a la deshumanización de los personajes propiciaron que el teatro de títeres –microcosmos artístico albergado en la mente de un niño– se situara en el epicentro de las vanguardias del siglo XX. Con el recuerdo intacto de sus horas de juegos infantiles, y ávidos de nuevas experiencias teatrales, Federico García Lorca, Manuel de Falla y el aguafuertista Hermenegildo Lanz regalaron una fiesta de guiñol a la hermana del poeta, Isabel, celebrada el Día de Reyes de 1923. Pero lo que se concibió como una celebración infantil en el ámbito doméstico, acabó siendo ensayo y punto de partida de numerosos proyectos futuros.
Aplazado sine die quedó el deseo de Lorca y Falla de continuar con las representaciones guiñolescas; pero, cual si cobraran vida, las marionetas reaparecen una y otra vez –de forma literal o metafórica– en sus trayectorias artísticas, haciendo germinar obras como El retablo de maese Pedro o Los títeres de cachiporra. Y no fueron las únicas; porque esas mismas figurillas de madera, de trapo o de cartón fascinaron por igual a músicos y directores de escena –basta recordar, en la esfera internacional, la apuesta decidida por las marionetas de Igor Stravinsky o de Gordon Craig–. Con su rostro petrificado, con su capacidad para proyectar las emociones más esenciales y conectar con el inconsciente, el muñeco-actor se convirtió en protagonista de muchas experiencias interdisciplinares marcadas por la devaluación de la palabra y en las que, como decía Lorca, "la mitad del espectáculo depende del ritmo, del color, de la escenografía…".
En ese teatro de imágenes y sonidos encaja La pájara pinta, un "guirigay lírico-bufo-bailable" para la compañía italiana de marionetas de Vittorio Podrecca, iniciado por Rafael Alberti en el verano de 1926, a instancias del compositor Óscar Esplá, y que vio finalmente la luz en París en 1932, con música de Federico Elizalde. Su débil trama argumental y su lenguaje inventado a partir de las farsas populares y bufonescas contrasta con la importancia que adquieren tanto la puesta en escena como la música, inspirada en las coplas y canciones de rueda infantiles. No es difícil imaginar el día del estreno, con la Sinfónica de París, el telón pintado expresamente para la ocasión por el artista sevillano Pablo Sebastián, y Rafael Alberti recitando su propio texto; un Alberti, por cierto, que se presentó ataviado con pantalón de esmoquin negro y camiseta verde, bailando despreocupadamente en escena y realizando una pirueta final en el aire –esa "vuelta de carnero"– que dejó atónito al docto auditorio.
La ópera revisitada
Al margen de los travestismos artísticos y de la recuperación de prácticas teatrales desusadas o traídas de otros contextos, los artistas de estos años intentaron dar una vuelta de tuerca a las manifestaciones líricas que formaban parte del canon occidental, entre ellas –por supuesto– la ópera. Cierto es que el género atravesaba un período de crisis, que se concreta simbólicamente en 1925 con el cierre del Teatro Real. Incluso en 1924 el crítico Adolfo Salazar revelaba ese hartazgo generalizado, y daba carpetazo definitivo a la posibilidad de construir una ópera nacional:
No tenemos ahora -escribía- ni tiempo, ni espacio, ni suficiente humor para una documentación estricta, ni para desarrollar la ecuación que planteamos así: compositores de viso, más intrigas, más politiqueos, más Teatro Real, igual a ópera nacional por X.
Ello no fue óbice, sin embargo, para que se crearan algunas obras maestras en el género. De hecho, siguió cultivándose, aunque profundamente renovada, reducida a dimensiones "de bolsillo", interpretada por un nuevo modelo de actor –a menudo transmutado en marioneta–, y con algunos ingredientes añadidos que entraban en contradicción con la dramaturgia establecida (véase, por ejemplo, la introducción del narrador, una figura excepcional en la tradición operística anterior). Todo ello, además, bajo una multiplicidad de lenguajes y estilos que permitió aunar desde la mirada al pasado hasta los recursos técnicos de la moderna escuela francesa, desde los argumentos realistas de tono jocoso, centrados en los sectores populares de la sociedad, hasta los universos irreales que conectaban con el teatro simbolista.
Ejemplo de esa diversidad son las tres óperas de cámara que se estrenaron en el primer lustro de los años veinte, verdadero botón de muestra de las diferentes caras que asumió el neoclasicismo en la esfera musical. El retablo de maese Pedro (1923) constituye una recreación de un antiguo romance del ciclo carolingio, narrado por boca de Cervantes y adaptado por Manuel de Falla a los principales hallazgos músico-verbales de la vanguardia europea. Fantochines (1923), de Tomás Borrás y Conrado del Campo, es otra ópera para marionetas que remite a las mascaradas venecianas y a la estética dieciochesca de la Commedia dell'Arte, haciendo gala de una modernidad cosmopolita y ecléctica. Finalmente, en El pelele (1925), Rivas Cherif y Julio Gómez proponen un nuevo modelo de identidad nacional inspirado en la tonadilla histórica del siglo XVIII, con música de ambiente madrileño en la que alternan la seguidilla, la jácara y el pasacalles.
El teatro breve, en la encrucijada estilística
En todo este ambiente, fue determinante la adaptación de los modelos teatrales que llegaban del extranjero, como el memorable paso de la compañía de los Ballets Russes por Madrid, en mayo y junio de 1916. Esos pájaros de fuego, esas escenografías orientalizantes, esos colores en llamas hechizarían por igual a Falla, Turina, María Lejárraga, Alberti o Rivas Cherif. Y entre representaciones en el Real, veladas en casa de los Martínez Sierra y alguna que otra corrida de toros compartida, Stravinsky en persona reveló a Falla las claves del nuevo rumbo escénico que se disponía a explorar, y que encontraron su mejor caja de resonancia en la producción del maestro gaditano.
Tampoco podemos obviar la incorporación de ciertos recursos procedentes del teatro por horas. Absortos en una visión reduccionista de las vanguardias como producto de una élite intelectual, hemos pasado por alto los múltiples y enriquecedores diálogos que se establecieron con esas formas más ligeras de expresión teatral. Pero ejemplos de lo contrario no faltan. Recientemente se han señalado las similitudes de El sapo enamorado con el cine mudo, con el que comparte no solo las mismas coordenadas artísticas, sino también una idéntica estructura musical. Incluso Falla –paradigma de elevación artística– bajó a los arrabales, y se nutrió de esa otra escena española, que tenía tanto que aportar. Así lo hizo cuando, tras calificar la opereta como género "admirable", escogió a Pastora Imperio como protagonista de su obra; su femineidad transgresora, su baile sin artificios y su carrera en las salas de variedades no parecían chocar con los nobles ideales de su arte. Incluso el hecho de que en cierto momento denominara El amor brujo como "apropósito" incide en esa vinculación con el género chico. Algo similar ocurre con El corregidor y la molinera, obra de fuerte carácter experimental, pero también pródiga en rasgos humorísticos, con citas de melodías que sin duda cantaba la gente de a pie (algunas, curiosamente, tomadas del sainete lírico La canción de la Lola, de Chueca y Valverde).
***
En la historia del teatro breve, los primeros años treinta están marcados por la explotación y fusión de las tendencias que habían emergido una década atrás. Buena muestra de ello es El alguacil de Rebolledo (1931), otro ejemplo de tonadilla escrita por Pablo Sorozábal sobre libreto de Arturo Cuyás. La obra responde al modelo del juguete neoclásico de ambientación dieciochesca, pero con tono de farsa satírica y con un uso intensivo del gesto pantomímico.
También se encuentran atisbos de un teatro de cierta orientación social, como Adiós a la bohemia (1933), ópera chica de Sorozábal sobre el texto homónimo de Pío Baroja. Eso ya es harina de otro costal, pero demuestra que, como dijo Adolfo Salazar, "burla burlando, el pequeño teatro cumplió […] a su modo, el destino de todas las formas de arte musicales, grandes y pequeñas". Al fin y al cabo, ese teatro breve fue el único capaz de adaptarse a las distintas modas y circunstancias que atravesaron el siglo XX, ofreciendo siempre un arte renovado, aunque concentrado en pequeñas dosis.
Bibliografía
- GONZÁLEZ LAPUENTE, Alberto y HONRADO PINILLA, Alberto: (eds.) El teatro de arte. Madrid, Fundación Jacinto e Inocencio Guerrero, 2016.
- HUERTA CALVO, Javier (dir.): Historia del teatro breve en España Madrid / Fráncfort, Iberoamericana / Vervuert, 2008.
- LERENA, Mario: "'Es la eterna canción': un Teatro Lírico Nacional para dos Españas (y media), ca. 1925-1975", en Tobias Brandenberger (ed.): Dimensiones y desafíos de la zarzuela. Berlín, Lit Verlag, 2014.
- MATEOS MIERA, Eladio: Rafael Alberti y la música. Granada, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, 2009.
- PERAL VEGA, Emilio: De un teatro sin palabras. La pantomima en España de 1890 a 1939. Barcelona, Anthropos, 2008.
Elena Torres Clemente Universidad Complutense de Madrid (UCM)
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