Paradojas de la gestión de la ópera
Ensayos de teatro musical español
Joan MataboschLa ópera ha sido, desde sus orígenes, un producto cultural europeo cuya circulación ha trascendido las fronteras lingüísticas y nacionales. Italia lleva las riendas de la creación durante siglos, desde Mantua hasta Brescia, Verona, Venecia, Nápoles, Roma y Florencia. Su extensión a otros países coincidirá, en una primera fase, con la difusión de la arquitectura barroca por Múnich, Viena, Bayreuth o Praga, entre otras ciudades, de forma que las compañías italianas reinan en todas partes durante más de un siglo. Pero Alemania y Austria consolidan rápidamente un sólido entramado de instituciones dedicadas al arte lírico, que a la vez contribuyen a desarrollar un modelo artístico y de gestión genuino.
En esta coyuntura, no es extraño que la zona de intersección entre “lo alemán” y “lo italiano” se convierta en crucial para el desarrollo de esta forma de arte. Este papel lo podría haber jugado Suiza, pero en la época se trataba de una democracia pobre, sin corte principesca y sin grandes mecenas capaces de financiar los costosos procesos creativos y de producción.
No fue Suiza quien jugó esta carta, sino Austria, que precisamente encuentra, en este papel integrador de lo italiano y lo alemán, un elemento fundamental de su propia identidad que contribuye a diferenciarla culturalmente de la zona germánica. Además, mientras el espacio alemán se encontraba dividido en cortes principescas que favorecían la multiplicación de teatros, mecenas y encargos, en el Imperio austriaco el centralismo organizativo potenció un deslumbrante potencial creativo alrededor de Viena.
Mercado global europeo
A estas nuevas instituciones que son los teatros nacionales se les asigna un papel contradictorio. Por un lado, contribuyen a exaltar las identidades nacionales particulares que precisamente están fragmentando el espacio europeo, en sintonía con la coyuntura política de la época, y por otro crean un mercado global europeo en el que circulan con asombrosa rapidez obras, compositores, cantantes, escenógrafos y directores que, por el contrario, están contribuyendo a fortalecer un espacio común más allá de lo nacional.
Gluck es el ejemplo más significativo de viajero incansable con sus etapas italiana, centroeuropea e inglesa, sus largas temporadas en París y en Viena, y sus óperas en alemán y en francés. Ante Gluck la oposición entre el arte italiano y el arte francés, que tantos ríos de tinta había hecho correr en París años antes, parecía ya absurda: él era a la vez italiano, francés y alemán. Su creatividad respondía a un arte internacional, genuinamente europeo, que desafiaba las etiquetas nacionales.
A su vez, Mozart se desplazó incansablemente a través de Europa absorbiendo todas las tradiciones a las que tuvo acceso. Borró las fronteras entre la opera buffa, la opera seria y el singspiel, la versión alemana de la opera buffa italiana, y en su obra se percibe precisamente esta tensión permanente entre lo alemán, lo italiano y su propia búsqueda de un modo de expresión personal.
El cosmopolitismo ha sido, en la música y en la ópera, casi genético. Desde el primer momento se crea un mercado global europeo (que pronto alcanzará a Estados Unidos) que afecta no solo a la circulación de obras y al star-system sino también a los retos de gestión. Y, sin embargo, veremos a continuación que los modelos de gestión han preservado muchas particularidades nacionales.
Confluencia de todas las artes
La singularidad de la ópera consiste en su complejidad formal y, por lo tanto, en su inmensa complejidad potencial de sentido. Porque la ópera integra la literatura del texto dramático (el libreto), el tejido musical que construyen la orquesta y el coro, las voces de los cantantes, las formas, los colores, las sombras y las proyecciones de la escenografía, el vestuario y la iluminación, los cuerpos y la gestualidad de los personajes, a veces la danza; y la coordinación técnica y administrativa que garantiza el resultado artístico.
En definitiva, la ópera plantea, en su objetivo de convertirse en la más compleja confluencia de todas las artes al servicio de la expresión, un gigantesco reto de gestión. Su sistema organizativo es a la vez complejo y frágil. Requiere el trabajo conjunto de un abanico extenso de competencias profesionales en los dominios artístico, administrativo y técnico, con sus propios sistemas jerárquicos, tradiciones corporativas e intereses con frecuencia incompatibles.
En realidad, la gestión de la ópera participa del mismo debate sobre la economía del espectáculo en vivo que durante tanto tiempo los profesionales han esquivado atribuyendo a la “ley de Baumol” la legitimación de todos sus males.
El estudio de William Baumol y William Bowen, que ha pasado a la posteridad como “Baumol’s Disease”, no es más que una ley macroeconómica que conduce a una constatación simple: el espectáculo en vivo es irremediablemente deficitario por motivos estructurales, y su déficit no puede más que aumentar de forma mecánica si no intervienen donantes privados y administraciones públicas.
La argumentación de la ley es muy simple: el espectáculo en vivo es una actividad arcaica a la que es imposible aplicar los criterios de productividad que se han impuesto en otros sectores de la economía. El ejemplo que proponen es tan tópico como eficaz: un trío de Haydn comparado con una fábrica de automóviles. El trío de Haydn deberá ser interpretado siempre por tres músicos, no es posible suprimir uno, y también es imposible interpretarlo más rápido para que en una misma sesión se pueda ejecutar dos veces. La ley se apoya en el hecho de que en el espectáculo en vivo no existen ganancias de productividad.
Como consecuencia, no hay salida sin aportaciones públicas o privadas y, por consiguiente, las grandes instituciones son extremadamente dependientes de los poderes públicos. Las aportaciones públicas se otorgan en forma de subvenciones a mayor prestigio de las instituciones y de su capacidad de convertirse en escaparate de la vitalidad cultural del país. Y, de hecho, las aportaciones privadas también dependen de lo público porque son determinadas leyes las que van a establecer las ventajas e incentivos fiscales que fomentarán el compromiso de las corporaciones e individuos particulares con los teatros, orquestas o museos.
Maximizar la calidad, sinónimo de prestigio, y maximizar la audiencia, sinónimo de democratización de la cultura, son las dos estrategias que sustentan esa inversión pública. En los últimos tiempos, la revolución audiovisual ha favorecido la difusión a un público masivo de productos culturales que, en su forma original teatral, han sido frecuentemente tachados de elitistas. Por este motivo, en la actualidad una ambiciosa política audiovisual puede contribuir a legitimar las subvenciones que necesita un teatro para poder existir. Lo audiovisual se ha convertido, para los teatros que han tenido la inteligencia de invertir en el sector, en una garantía de supervivencia.
Otras iniciativas clásicas de gestión en tiempos de crisis se han manifestado difícilmente aplicables a la ópera. Los costes fijos de estas instituciones son difíciles de reducir e incluso de mantener estables. A falta de otras fuentes de ingresos, cualquier restricción de las subvenciones se suele traducir, en un teatro, en una reducción de lo único que es posible reducir, que son los costes variables.
En muchos teatros, los costes fijos superan el 80 % del presupuesto de la institución, por lo que el peligro es enorme: una institución que existe para potenciar la creación artística debe hacer recaer la totalidad del recorte de su presupuesto sobre su propia capacidad de servir lo que da sentido a su existencia. Una vez dado un primer paso en esta dirección, el segundo es inevitablemente la irrelevancia.
“Stagione” versus “repertorio”
La complejidad del panorama ha favorecido que históricamente los teatros se organicen y gestionen según sistemas muy diversos entre los que destacan dos modelos “puros” que pueden servir de referencia para orientar el debate: el sistema de “stagione”, en el sur de Europa, y el sistema de “repertorio”, en el centro, el norte y el este de Europa.
El sistema conocido como “stagione” se caracteriza por un volumen de producción relativamente limitado y circunscrito a determinados períodos del año, con un restringido número de obras y de representaciones, y escasa o nula reposición de títulos. El objetivo del sistema es reunir los mejores intérpretes y reducir al máximo los costes fijos. Se trata de un sistema que considera la ópera como un acontecimiento social, poco integrado en el tejido cultural del entorno.
Pero se trata de un sistema que, con una gestión adecuada, puede ofrecer resultados de una alta calidad.
El sistema de “repertorio” propone, por el contrario, un volumen de producción importante, repartido a lo largo de todo el año, con la programación de numerosas obras cuyas representaciones permanecen en el cartel del teatro durante diversas temporadas consecutivas. Las producciones que constituyen el repertorio del teatro se presentan en alternancia y de forma que esa rotación quede repartida a lo largo del año. El resultado es una oferta abundante y variada que permite al espectador un consumo casi cotidiano. La ópera se integra en el tejido cultural de la comunidad como un bien cultural más. El sistema exige un amplio personal permanente y, muy especialmente, un equipo de cantantes solistas vinculados exclusivamente a la institución: el ensemble. Todos los roles secundarios y la mayoría de los roles principales se confían a los miembros del ensemble, que son profesionales que han renunciado a una carrera internacional para consagrarse a un teatro, con la seguridad de un puesto de trabajo permanente, al margen de la demanda fluctuante del mercado sobre su propio prestigio.
Tras la Primera Guerra Mundial se produce una destrucción progresiva de los cimientos del sistema “puro” de repertorio, tal como había funcionado desde 1870 en teatros como la Ópera de Viena. Para compensar la depreciación monetaria, muchos solistas pasan a cobrar cachés por función en vez de un sueldo mensual. Y se rompe el principio de exclusividad, de forma que se instituyen permisos para que los artistas más relevantes de los ensembles puedan actuar en otras instituciones.
El resultado es la destrucción del modelo de repertorio “puro” y la adopción, por parte de casi todas las grandes instituciones, de un modelo mixto que integra determinados elementos del viejo modelo y otros que provienen del sistema de stagione. La viabilidad del modelo dependerá de su capacidad de ajuste a su propio entorno. No existen recetas universales: hay algunos modelos que funcionan en determinados contextos y que son inimaginables en otras áreas geográficas. Y todo depende, al final, de la capacidad del modelo de lograr una interacción creativa y de refuerzo mutuo entre los temas artísticos y los temas financieros.
Retos y paradojas de la gestión
El debate sobre las ventajas y limitaciones de cada uno de los dos modelos, otrora muy encarnizado, ha acabado resultando poco relevante porque ya casi no existen ejemplos “puros” en la gestión actual de la ópera. Rolf Liebermann, director de la Ópera de París entre 1973 y 1980, ya explicaba el reto de gestionar un teatro de ópera prescindiendo de este debate.
Para él, la gestión de la ópera conlleva un combate permanente en tres direcciones: contra las trampas administrativas, tan perniciosas y tan capaces de destruir el clima de solidaridad indispensable que debe regir un proceso de creación artístico; contra las intervenciones directas del poder, que tienden a pervertir la coherencia del proceso de creación y a imponer al responsable la traición de sus propias convicciones; y contra el esnobismo del público, que exige la perfección y que necesita, para disfrutar, de algún chivo expiatorio.
Los tres factores de Liebermann se alían con los esfuerzos de controlar lo que Gustav Mahler llamaba “los tres factores del infierno de un teatro de ópera”: el “factor expansión”, asociado a las exigencias de la representación y al hecho de que, sea como sea, hay que levantar el telón; el “factor colapso”, que Mahler asociaba al vertedero de causas a veces inconfesables que hay detrás de la máscara espesa de la apariencia de complejidad del sistema; y el “factor inercia”, que sintetiza el propio Mahler al contestar airado a un miembro del ensemble de la Opera de Viena: “Lo que llama usted tradición es únicamente su confort y su pereza”.
El resultado es una relación paradójica entre la naturaleza con frecuencia conservadora de tantos teatros de ópera y la función necesariamente dinámica que deben asumir estas instituciones respecto al arte que les ha sido encomendado divulgar. Es decir, la contradicción entre un arte que, por definición, debe transitar por caminos no establecidos y una institución que, a poco que se le permita, acaba marcando como objetivo primordial su auto-preservación, absolutamente al margen de la necesidad de adaptación que requiere el arte que se supone que debe defender.
La gestión de un teatro de ópera tiene mucho que ver con enfrentarse a la perversidad de este proceso sin perder de vista las prioridades. Afortunadamente, son diversos los ejemplos de teatros que han demostrado que la ópera se puede gestionar con talento, creatividad, eficiencia y visión de futuro.
Bibliografía
- BOVIER LAPIERRE, Bernard: Opéras. Faut-il fermer les maisons de plaisir?, Nancy, Presses Universitaires de Nancy, 1988.
- FOUCHER, Michael: Les ouvertures de l’opéra. Une nouvelle géographie culturelle?, Lyon, Presses Universitaires de Lyon, 1996.
- SAINT-GEOURS, JEAN-PHILIPPE y CRISTOPHE TARDIEU: L’Opéra de Paris. Coulisses et secrets du Palais Garnier, París, Éditions Plon, 2015.
- WANGERMÉE, Robert y Pierre Mardaga (1990): Les malheurs d’Orphée. Culture et profit dans l’économie de la musique, Bruselas, Pierre Mardaga Éditeur.
Joan Matabosh Director artístico del Teatro Real
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