Típicos retratos
Una historia del rostro en quince representaciones

Otra exposición digital de la Fundación Juan March Desde el 11 de diciembre de 2020

Típicos retratos es una exposición digital de la Fundación Juan March disponible aquí desde el 11 de diciembre de 2020 que recorre la historia y la geografía del rostro humano por quince de sus representaciones, desde el Paleolítico hasta lo que está ocurriendo hoy tras pantallas como esta.

Típicos retratos

Una historia del rostro en quince representaciones

Lectores de rostros

Belén Altuna
Profesora de Filosofía Moral en la Universidad del País Vasco, UPV/EHU, autora de Una historia moral del rostro (2010)

Según un antiguo dicho, la cara es el espejo del alma. ¿Lo es? ¿Es tan reveladora, está tan desnuda? Tal vez muchos acepten una hipótesis más sencilla: que en el rostro se reflejan nuestros estados anímicos, si nos sentimos alegres o tristes, relajados o enfadados... Es decir, que se muestran los estares pasajeros de eso que la tradición ha llamado alma.

Pensemos en la mirada, que sería, como afirma Ortega, “casi el alma misma hecha fluido”. ¿Es que hay para describirla algún adjetivo que no podamos usar? Porque la mirada que nos dirige nuestro congénere puede ser burlona, amorosa, irónica, envidiosa, inquisitiva, bondadosa, compasiva, cruel, asesina…

La península del rostro

Charo Crego
Crítica de arte, autora de Geografía de una península. La representación del rostro en la pintura (2004)

En su texto sobre lo siniestro Sigmund Freud cuenta una anécdota muy reveladora: estaba en el tren sentado en su compartimento cuando por el traqueteo la puerta del lavabo se abrió. Entonces le pareció que una persona de mediana edad iba a entrar en su compartimento.

Se levantó para indicarle su error y en ese momento se dio cuenta de que el intruso era su propia imagen reflejada en el espejo de la puerta. Esta aparición le resultó sumamente desagradable. Esta es la paradoja del rostro que, por una parte, es algo muy cercano a cada uno de nosotros, pero, por otra, es siempre un desconocido.

Para seguir aprendiendo

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“La aventura, la gran aventura, es ver surgir algo desconocido cada día en el mismo rostro: ésa es una aventura mayor que todos los viajes alrededor del mundo.”

Alberto Giacometti

Típicos retratos

Una historia del rostro en quince representaciones

Lectores de rostros

Belén Altuna
Profesora de Filosofía Moral en la Universidad del País Vasco, UPV/EHU, autora de Una historia moral del rostro (2010)

Según un antiguo dicho, la cara es el espejo del alma. ¿Lo es? ¿Es tan reveladora, está tan desnuda? Tal vez muchos acepten una hipótesis más sencilla: que en el rostro se reflejan nuestros estados anímicos, si nos sentimos alegres o tristes, relajados o enfadados... Es decir, que se muestran los estares pasajeros de eso que la tradición ha llamado alma. Pensemos en la mirada, que sería, como afirma Ortega, “casi el alma misma hecha fluido”. ¿Es que hay para describirla algún adjetivo que no podamos usar? Porque la mirada que nos dirige nuestro congénere puede ser burlona, amorosa, irónica, envidiosa, inquisitiva, bondadosa, compasiva, cruel, asesina… ¿Cómo es que podemos reconocer todas esas emociones de un solo vistazo? ¿Cómo somos capaces de extraer o de interpretar todos esos gestos sutiles? 

La verdad es que todos somos lectores de rostros. Desciframos las emociones, las intenciones, los pensamientos del que tenemos delante, desplegados en todo su lenguaje no verbal, pero especialmente en el rostro, ese lienzo infinito de expresiones que nunca podemos controlar del todo. Sin que nadie nos lo haya enseñado, sabemos hacer eso, con mayor o menor pericia. Y es que esas rápidas intuiciones nos han dado ventajas evolutivas: nuestros antepasados necesitaban saber de un vistazo de quién se podían fiar y de quién no, y a nosotros nos sigue pasando lo mismo. Pero entonces, ¿qué es lo que refleja el rostro? ¿Sólo cómo estamos en cada momento o también algo más duradero y esencial? ¿Nuestra identidad profunda? ¿Lo que cabe esperar de nosotros y lo que no?

Durante siglos se ha pensado que es así y, de hecho, se ha tratado de hacer una ciencia de esa intuición. Es lo que ha intentado la Fisiognomía o Fisiognómica, que hoy consideramos una pseudociencia. Los fisonomistas han estudiado el rostro como un microcosmos, como uno de los textos más complejos y elocuentes del “gran libro de la naturaleza”. ¿Y qué es lo que se leería en él? El carácter de la persona, a veces incluso su destino. En uno de los ejemplos más conocidos, Cesare Lombroso construyó a finales del siglo xix su antropología criminal sobre la base de un estudio antropométrico de los rasgos faciales. Dio así una pátina de cientificidad a la imagen del criminal feo, con evidente cara de malo. Pero él, como todos los fisonomistas que le precedieron, tuvo que enfrentarse también a la evidencia de que había múltiples delincuentes que en absoluto se adecuaban a esos criterios. Como si la escritura de lo invisible en el rostro y en toda nuestra apariencia corporal fuera de una sutileza extrema, que escapa constantemente a todos los intentos de sistematización científica.

Si nos preguntamos otra vez si la cara es el espejo del alma, haremos bien en fijarnos en que la sentencia sólo alude a una parte de la cuestión, porque como afirmaba el sabio Georg Christoph Lichtenberg, “Nuestro cuerpo está en medio entre el alma y el mundo externo, espejo de los efectos de ambos: no narra sólo nuestras inclinaciones y nuestra capacidad, sino los latigazos del destino, del clima, de las enfermedades y de otras mil adversidades”. Es decir, el rostro es un lienzo en el que se escribe desde dentro y se escribe desde fuera, y no se deja de escribir hasta el final: hasta que sólo queda un fuera sin un dentro.

¿Cómo no nos iban a fascinar entonces los retratos? Charles Baudelaire decía que un buen retrato es como “una biografía dramatizada” y nosotros, los lectores de rostros, adoramos penetrar en esas vidas, esas biografías, esos espejos…

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La península del rostro

Charo Crego
Crítica de arte, autora de Geografía de una península. La representación del rostro en la pintura (2004)

En su texto sobre lo siniestro Sigmund Freud cuenta una anécdota muy reveladora: estaba en el tren sentado en su compartimento cuando por el traqueteo la puerta del lavabo se abrió. Entonces le pareció que una persona de mediana edad iba a entrar en su compartimento. Se levantó para indicarle su error y en ese momento se dio cuenta de que el intruso era su propia imagen reflejada en el espejo de la puerta. Esta aparición le resultó sumamente desagradable. Esta es la paradoja del rostro que, por una parte, es algo muy cercano a cada uno de nosotros, pero, por otra, es siempre un desconocido.

La peculiaridad más importante del rostro es su unidad; cualquier cambio, por pequeño que sea, hace que cambie el rostro en su conjunto. Por ejemplo, el fruncimiento de la frente, el arqueamiento de las cejas, hace que el rostro cambie totalmente. Además, como el rostro goza de una autonomía con respecto al cuerpo, pues solo se apoya en el cuello, Georg Simmel lo definió como una península y una península con su orografía, con su topografía, con sus accidentes.

La boca ocupó el punto central de esta geografía durante la Edad Media. Son bocas abiertas las que vemos en las tablas del Bosco y en las escenas de Pieter Bruegel y del Gargantúa de François Rabelais. También hay bocas en esas fiestas de carnaval que celebraban el vientre, la abundancia, el mundo al revés.

Pero en el Renacimiento, la geografía cambió totalmente. La boca desapareció y fueron los ojos los que tomaron su lugar. El rostro renacentista es un rostro contenido, distante, donde la boca está bien cerrada. Los autorretratos de Jan van Eyck y de Rembrandt y los rostros de Diego Velázquez, nos muestran hasta qué punto el hombre ha ganado confianza en sí mismo y en el dominio del mundo. Pero la boca, aunque desterrada, no desapareció del todo. Hay una línea sinuosa, soterrada, que sigue representado al rostro a través de la boca. Es la línea que va por Alfred Kubin, por Jean Ignace Isidore Gérard Grandville, por Francisco de Goya hasta Edvard Munch y su famoso grito. Pero ahora la boca ya no es un órgano deglutidor, engullidor. Ahora la boca es el órgano emisor del grito. En Munch el grito apela al malestar del hombre moderno. Las bocas abiertas del Guernica nos muestran el dolor y el espanto y las bocas de las mujeres de De Kooning nos dan una idea de cómo el yo ha terminado desmembrándose.

Pero si hay un maestro de la boca en el siglo xx, este es Francis Bacon. Todos sus rostros encuentran en la boca el punto de la deformación. En su interpretación del papa Inocencio X, el cuadro de Velázquez, el protagonista ya no es el papa sino el grito. Además, es un grito instantáneo, un grito inmediato que es anterior a la razón y al discurso. El cuadro de Velázquez era un modelo perfecto de cuadro renacentista. En él la imagen del papa se centraba en la mirada, en esa mirada fría, penetrante y sagaz de Inocencio X. Francis Bacon da un vuelco radical al retrato. Lo importante ahora es la boca, una boca abierta con dos filas de dientes. La parte superior del cuadro está prácticamente borrada, apenas vislumbramos unas gafas. Lo importante es el papa desgañitándose, un hombre que nos grita y que nos impide tomar distancia. Este cuadro apela a nuestro sistema nervioso.

Los ojos han dominado en la geografía de esta península. Basta con ir a los museos y a las galerías de arte para comprobarlo. Pero en algunos momentos ha habido artistas que han apelado a la boca y al grito. Esos artistas nos han mostrado que el hombre no es solamente inteligencia, razón, ojos, discurso, que el hombre también es boca, instinto, sentimiento y grito, grito de dolor o de espanto.

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