El s. XIX, como ya sabemos, fue el siglo del genio, de la individualidad creadora, de la explosión de sentimientos. La creatividad con fines expresivos impregna todas las artes y estas, a su vez, inspiran, relacionan y alimentan unas a otras. Así, pintura-música y música-poesía formaron tándems muchas veces indisolubles, conviviendo en perfecta simbiosis.
El lenguaje musical que emplearán los compositores románticos como vehículo de las grandes pasiones será mucho más libre y armónicamente complejo que el del clasicismo. Las dimensiones de las partituras orquestales aumentan, así como la propia orquesta, que introduce nuevos instrumentos y dobla los ya establecidos. Las armonías se complican y expanden usando cromatismos y explorando tonalidades alejadas de la principal, creando un gran colorido que presagia incluso la disonancia, usada como recurso extremo.
La música instrumental se erige como estandarte del Romanticismo, con extensas sinfonías y con el concepto de música absoluta, desligada e independiente de cualquier otra referencia. Pero también, curiosamente, es el siglo de la música programática o descriptiva y el de las pequeñas formas para piano (nocturnos, valses, impromptus...) o para voz y piano. Este se convierte en el instrumento solista predilecto, apropiado para comunicar todo el universo sentimental del compositor, pero también para acompañar a la voz.
Los compositores románticos (Schubert, Mendelssohn, Schumann...) trabajaron estrechamente con poetas de la época (Goethe, Schiller...) y pusieron música a sus palabras creando colecciones de lieder (canción en alemán), de corte íntimo y estilo refinado, cuya principal característica era la compenetración máxima entre poesía y música. En España también arraigó este fenómeno, tal como atestigua el ejemplo que escucharemos en el concierto, una de las Rimas de Bécquer de Isaac Albéniz.